viernes, 13 de junio de 2008

Un viaje en Metro.

Entre las muchas aficiones e intereses que tengo, está el de la escritura. Abusando de vuestra confianza me permito incluir en el blogg éste articulillo que he escrito:

"Normalmente no utilizo el transporte público. Sin embargo, cuando voy a visitar a mi madre sí lo hago. Cuarenta minutos de trayecto y veintisiete estaciones. En estas ocasiones me gusta fijarme en la gente e imaginar historias sobre ellos. Por ejemplo, ésta tarde, tenía una pareja sentada enfrente de mí. No supe que iban juntos hasta que salieron del vagón cogidos de la mano. El me llamó la atención porque tenía los pendientes más extraños que he visto nunca. Eran como dos remaches huecos que atravesaban los dos lóbulos de ambas orejas. Viéndole, me reía para mis adentros porque recordaba haber leído en alguna parte que, en los siglos XVIII y XIX, los marineros que atravesaban el Cabo de Hornos, famoso por la violencia de sus tormentas, ganaban el derecho de ponerse un anillo en el lóbulo de una oreja. Según esto, este chico lo habría atravesado dos veces. Francamente, no me lo imagino a bordo de un navío de madera aguantando los terribles vientos que hay entre los paralelos 40 y 50, latitud Sur. En éste sentido, creo que se arrogaba un derecho que no le correspondía.
En la estación en que se bajaron, se subió un matrimonio entrado en años. No se sentaron enfrente, sino hacia el fondo del vagón. Probablemente iban de fiesta, pues ella iba muy emperifollada con unos zapatos de aguja impropios para su edad. Se notaba mucho que la que mandaba era ella, porque la posición subordinada de él era muy notoria. ¿Cómo sería cuando empezaron? Probablemente eran los dos iguales, pero el carácter mas débil de él, le hizo arrugarse frente a las dificultades, con lo que, paulatinamente, ella tomo el control. Ahora, cada vez más, él iba arrastrándose tras ella.
Estando yo en éstas cavilaciones, alguien se puso a hablar en voz alta. Por el acento parecía portugués, rumano seguro que no era. Solicitaba una limosna, pues no tenía ni que comer, ni donde dormir, la necesitaba para poder alojarse esa noche y así poder asearse. Por el tono de voz, más que pedir, exigía. Era alto y desgarbado, bien vestido, con una mochila a la espalda. Ante estos casos me siento dubitativo, mi inclinación natural es dar, pero siempre con la duda de no saber si estoy ayudando a alguien o estoy colaborando a que la mendicidad sea una actividad rentable.
En el metro la gente no suele hablar dirigiéndose a los pasajeros del vagón. Sin embargo, recuerdo el caso de un señor que entró hablando con un interlocutor imaginario o invisible. Es decir, que hablaba solo. Platicaba sobre actores y autores de teatro de los años 20 (estábamos todavía en el siglo XX). Parecía que hablaba con autoridad y conocimiento. Yo lo miraba con curiosidad, pero el resto de la gente iba con cara de póker. Decididamente, aquello me pareció surrealista.
Sigamos con el viaje. En la estación de Sol entraron dos chicas jovencitas con la cara cargada de metal, quiero decir, que llevaban unos cuantos “piercing”. Como la cosa más natural del mundo se sentaron en el suelo. Ello me dio a entender que no eran ellas las que se lavaban sus pantalones. Curioso espectáculo el que ofrecen estos jóvenes que se llenan el rostro con trozos de metal. Me recuerdan a los negros de las viejas películas que yo veía cuando era niño, con las orejas y las narices atravesadas con huesos. Me encantaría ver a uno de estos jovencitos con el tabique nasal atravesado por una tibia, aunque he de reconocer que he visto a uno con un anillo, igual a la argolla que llevaban los bueyes que, en mi pueblo, se utilizaban para arrastrar vagones de carbón.
Ya cerca del final entraron unos chicos, para mi bastante normales, aunque creo que eran anormales para el resto de los mortales. Se sentaron en los asientos, no llevaban metal en la cara y no habían atravesado el Cabo de Hornos. Hablaban normalmente. Pensé que eran los típicos chicos que sacaban buenas notas, no daban un disgusto a sus padres y llevaban una vida previsible. ¿O, tal vez, era mi imaginación?
Saliendo ya de la estación, una chica con cara de indiecita guaraní, estaba repartiendo ejemplares de un periódico de esos gratuitos, titulado “Latino”. Hice ademán de tomar uno, pero ella me lo negó, diciéndome:”Señor, estos periódicos son sólo para nosotros los latinos”. Yo le contesté:”Niña, aunque te parezca mentira, yo soy mas latino que tú”. Y fuíme sin el periódico."

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo sí viajo en Metro todos los días y de 35 a 40 minutos, y a la vuelta lo mismo. He optado por leer, saco más rendimiento, o ¿es que quizá no veo la vida con poesía?, será.

Penélope dijo...

Muy buena la contestación papá.
Yo también tengo una historia del transporte público.
Estando estudiando en COU (17-18 años) en clase de lengua nos tocó hacer un comentario de texto titulado: "Los españoles hablamos muy alto".
Y bueno, más atenta al resto de los mortales, es decir, los de mi alrededor, empecé a oir a la gente y era increíble, no hablaban alto, hablaban para el resto del transporte que allí estábamos sentados!
Me crucé con una chavala del instituto y estuvimos el viaje hasta la avda. de América juntas y yo me decía para mis adentros: - Me lo está contando a mí o se lo está contando a todos? Y cuando te cuenta unas cosas un poco más "íntimas", no baja el tono de voz, sigue con el mismo y yo miro a mi alrededor a ver si la gente la mira o algo (No es Natalia, Natalia no habla alto, Natalia chilla). Entonces yo replicándola, me daba cuenta que no se me oía, yo no hablo muy alto, yo pensaba que tenía un tono de voz "normal", pero en comparación con el resto, tengo que chillar para que buenamente se me oiga y aún así, no se me oye!
Así que cansada de tener que coger el transporte público y enterarme de la vida de tal o pascual (no, no puedo leer porque me distraigo, como mi tía Vicky o Victoria xD) le dije a mi madre que me comprara un walkman para cuando fuera por transporte público (no era pudiente) y me dijo mi madre: -Para qué lo quieres, hija? -Para no tener que escuchar a los mi alrededor! -En serio quieres ir por ahí evadiéndote de todo? léete un libro!

Conclusión: Los españoles no hablan alto, gritan y les da igual el tema de conversación, lo gritan igualmente.